miércoles, noviembre 30, 2005

LA PROHIBICIÓN DE LA SODOMÍA CATÓLICA, O LO QUE PASA CUANDO SE RAZONA CON EL CULO EN VEZ DE CON LA CABEZA

Me parece, querido colega, que ha razonado usted fuera del recipente.
Les Luthiers.
El día de ayer oí en las noticias que El Vaticano (léase Benedicto XVI) pasó una orden en que prohíbe a los homosexuales activos el practicar el sacerdocio. No puedo decir que esto me haya sorprendido, pero sí me sorprendió la actitud de los legos y de algunos clérigos a ello. De inmediato los activistas pederastas saltaron y vociferaron su indignación; los moralistas rompieron en vítores; los comunes no hicieron mayores aspavientos al asumir una u otra postura, y algunos clérigos aprovecharon la ocasión para hablar nuevamente de los problemas ideológicos que, de tiempo atrás, tiene la iglesia católica.
¿Por qué no me sorprendió que El Vaticano haya pasado semejante edicto? La razón la expondré más adelante, pero sí anticipo que puede serle curiosa al lector. ¿Por qué me sorprendió la actitud de los demás? Porque, como suele suceder, la gente no ha razonado correctamente sobre el asunto. De inmediato lo tomaron como una agresión a los derechos de un sector de la población mundial, y ya sabemos que, desgraciadamente, desde que el activismo social se desvirtuó a finales de la década de 1960, lo importante es gritar mucho y razonar poco. Y, aunque no lo crea, el edicto no es un atentado contra los derechos de los homosexuales. Pero vayamos por partes.
Bien sabemos que el ser humano, dado que es un ente de carácter gregario, tiene que disponer de uno o más convencionalismos para poder regular su vida en sociedad. Uno no siempre estará de acuerdo con ellos (las revoluciones sociales, de mayor o menor envergadura, siempre las hacen los disconformes), pero si uno quiere formar parte de su grupo social (especialmente cuando hablamos a nivel de gran comunidad), sabe que tendrá que acatar los más posibles y ocultarse correctamente cuando no lo haga, o sea, uno es social cuando está en público, pero es uno mismo cuando está en privado. Y los convencionalismos no son malos, siempre y cuando no afecten a nuestra vida en privado.
Podría pensarse que la pugna entre ortodoxos y liberales es porque los primeros quisieran que los convencionalismos también se aplicasen en privado, mientras que los últimos quisieran que lo privado también se pudiera aplicar en público. Esto no es del todo erróneo, pero en ambos casos falta un elemento que es común a ambos: el libre albedrío, o mejor dicho, la decisión de actuar de acuerdo a nuestras propias verdades. Los ortodoxos han determinado que los convencionalismos son su verdad, por lo que se sienten obligados a actuar de acuerdo con ellos; por su parte, los liberales piensan que su verdad ha de construirse cotidianamente, por lo que se se sienten obligados a actuar en concordancia. En ambos casos lo que se pretende es que se respete una forma de vida que uno (o muchos, que para el caso es igual) ha determinado como la correcta. Lógicamente, la verdad de alguien rara vez será la verdad de otro más, y esto no sería problema si no fuera porque el ser humano tiene la mala costumbre de asumir que su verdad es LA VERDAD y, por lo tanto, categóricamente universal. Con todo, no conozco una sola persona que no se moleste cuando alguien más le dice que lo que cree es incorrecto.
Por lo demás, ¿quién puede asegurar que los convencionalismos son correctos? En esencia, sólo es una pauta de comportamiento que un grupo social ha determinado como apropiada para su bien convivir, pero ello no implica que se pueda aplicar en otros grupos, ni mucho menos en todos los individuos. Si los convencionalismos fuesen categóricamente correctos, seguiríamos quemando gente en leña verde en la plaza central de una población. Justamente la misma noche del día en que Benedicto XVI hizo público su dictamen, vi un programa de drama forense por televisión, en el que tras una ejecución que presentó problemas, un fiscal estadounidense le dice a un médico, encargado de investigar qué salió mal, esto: "No queremos que este caso nos regrese cincuenta años atrás en jurisprudencia", a lo que el médico responde: "Yo pensé que la pena de muerte nos regresaba quinientos años atrás en historia". Pero, repito, los convencionalismos no son malos, siempre y cuando no priven al individuo de su capacidad de decisión.
Pero, ¿qué implica, en esencia, tener capacidad de decisión? Decir que es tener el derecho de determinar el tipo de conducta que uno quiere, es correcto pero incompleto. Realmente el tener capacidad de decisión implica conocer los convencionalismos, determinar que tal o cual no es acorde con nuestra visión de la vida y decidir no aplicarlo, siempre y cuando no afectemos a los demás, porque si uno ha de esperar que le respeten su decisión de no acatar, uno también debe respetar la decisión de los otros de acatar, y viceversa. Tan ofensiva es una pareja que copula en un vagón del metro como la señora que les agrede verbalmente por darse un beso. Además, el convencionalismo termina en el momento en que se cierra la puerta (algunos, claro, porque hay convencionalismos que necesariamente han de aplicarse también a lo privado, o nadie podría castigar a los asesinos seriales). Lo que yo haga dentro de mi casa, si no afecta a un tercero, nadie puede decirme que es malo. Si me emborracho con mis amigos en mi casa sin molestar a mis vecinos, ¿por qué mis vecinos han de reprocharme que organice fiestas todas las noches de viernes? Si una mujer fornica con un hombre distinto cada semana sin hacerlo con algún hombre casado, ¿quién le da a su vecina el derecho de denigrarle por ello? Si un hombre encuentra el amor en otro hombre, ¿quién me confiere el derecho de condenarle a los fuegos eternos, si el tipo no se mete conmigo y mi ano está a salvo? Nadie tiene derecho de obligarle a alguien a vivir una forma de vida que no le parece buena.
Pero si yo pido ser incluido en un determinado grupo, es obvio que estoy aceptando los lineamientos, los convencionalismos de esa comunidad. Mientras que al nacer en una nación y una población específica no se puede elegir de antemano si le agradan a uno sus convencionalismos, al adheririse a una comunidad menor (un grupo religioso, una asociación política y demás), uno está dejando en claro que los acepta. Y he allí la razón del edicto de Benedicto XVI. Si se recuerda, una de las reglas máximas del sacerdocio católico es el celibato, y durante siglos muchos sacerdotes católicos se aprovecharon de una laguna en el derecho canónico: que el celibato en el sacerdocio sólo se refería al comercio carnal entre hombre y mujer. (La sodomía es un pecado de otra índole, según tengo entendido; aunque si estoy equivocado, ya se sabe, se aceptan las aclaraciones pertinentes.) Lo que hizo Benedicto XVI fue llenar ese hueco: si el coito anal entre dos hombres es un comercio carnal, entonces debe ser regulado según los lineamientos del principio del celibato. Por ende, no es un ataque a los derechos de los homosexuales, como erróneamente lo intepretaron los legos, sino una actualización de una regla que todo sacerdote católico está obligado a respetar. No es una cuestión de derechos humanos, sino únicamente de regulación interna. (No estoy seguro, pero creo que no se hizo mención a la homosexualidad femenina, la cual también debería ser abordada, pues igual restricción debe tener un sacerdote pederasta que una monja lesbiana.) Por ello, la única declaración que hallé coherente en el reportaje donde me enteré de la noticia, fue de un sacerdote católico que, cuerdamente, dijo que ello más bien implicaba retomar el debate respecto al celibato.
De cualquier modo, creo que Benedicto XVI hizo algo que podría traerle bien a la iglesia católica. La única manera en que puede evolucionar una comunidad (llámese nación o agrupación) es cuando sus propios miembros se dan cuenta de dónde están sus puntos flacos en cuanto a razonamiento. Yo fui uno de muchos que se ofendieron cuando Juan Pablo II dijo que, para toda la grey católica, era pecado de lesa majestad el uso del condón. Yo no soy católico (mi parcela en la otra vida me la está tramitando otro agente de tiempos compartidos), pero sí me repateó el hígado que el señor dijera eso cuando tenemos, por ejemplo, la pandemia del SIDA, pareciéndome más inmoral el prohibir un artículo que podría salvar las vidas de miles de personas. Juan Pablo II aceptó el celibato por voluntad propia, pero ¿por qué un sudafricano, cuyo único consuelo muchas veces es su religión, ha de ser condenado al infierno por proteger su vida practicando algo que está en todo su derecho de practicar? También me ofendí mucho cuando el mismo señor dijo que los hijos de divorciados no podían casarse por la iglesia católica. Asumiendo que yo fuese un católico devoto, ¿por qué he de ser relegado en mi propia fe por algo que hicieron mis padres? ¿Es que acaso habremos de regresar a los tiempos en que los delitos de los padres han de castigarse también en los hijos y en los hijos de estos y así generación tras generación?
Sin embargo, al oír la declaración del sacerdote aquel que mencioné al final del párrafo anterior, pensé que tal vez era posible que la iglesia católica pudiera de nuevo abrirse al debate. No porque me interese mucho el futuro de dicha institución (por la razón que ya mencioné), sino porque me interesa, y mucho, el futuro de la sexta parte de la humanidad que abraza la ideología católico romana. Si la iglesia católica se abre a la realidad actual, como lo hizo en las décadas de 1960 y 1970, tal vez pueda ver que en mi país disminuyen las agresiones contra otras sectas religiosas, así como también podré ver cómo otras sectas religiosas dejan de agredir a los católicos. Si la iglesia católica se abre a la realidad actual, tal vez podría usar su influencia para que las sociedades debatan de forma más civilizada sobre sus normas de convivencia, y no con el carácter de descalificación con que lo hacen ahora. Tal vez entonces uno pueda, por ejemplo, ver una película sin que censuren unas nalgas o un pene desnudos, y el que no quiera verlos, simplemente que cambie de canal o no entre a ver esa película. Tal vez entonces uno pueda pasearse por una calle y no encontrarse con unos tipos emborrachándose en la vía pública. Tal vez entonces una pareja de homosexuales pueda andar libremente por la calle, tomados de la mano, igual a como lo tienen permitido los heterosexuales. Tal vez entonces uno pueda entrar a una cafetería y no tener que soportar que en la mesa de al lado los comensales hablen a puro grito. Tal vez entonces los seres humanos entendamos por fin qué es el verdadero libre albedrío y, por ende, aprendamos a convivir.