3. El lobo estepario
Para ser honesto, tengo un poco de resquemor de tocar esta condicionante de la vida, pues entiendo que para comprenderle plenamente se requiere de andar un camino que, por mi edad y mis circunstancias vivenciales, aún no he andado. Haré un esfuerzo, sin embargo.
Pongámonos imaginariamente en el otoño de nuestra vida. Para entonces, ya habremos jugado los dos juegos anteriores: el de darnos de topes con la sociedad por causa de nuestra mente y el de dárnoslos por causa de nuestro accionar. Tal vez los jugamos bien, tal vez los jugamos mal, pero, al final, esto es marginal. Lo que cuenta es que las cosas ya están hechas, que la vida ya ha sido vivida, y que lo futuro se asemeja más a una nada que a una posibilidad. Mientras que antes la rutina se hizo por costumbre, ahora la costumbre se hace por rutina. Se visten los mismos trapos porque ya sólo se piensa en vestirse con trapos, sin importar cuáles sean. Se toman los mismos vinos porque ya no se conocen los nuevos vinos. Se disfrutan los mismos placeres, se enarbolan las mismas virtudes y se practican los mismos vicios, porque los de hoy ya son de otro tiempo y ya no se tiene voluntad de expermientar de nuevo. En pocas palabras, uno se torna egocéntrico, en el sentido más puro del término, porque la vida, finalmente, se piensa sólo a partir de lo que uno ha tenido y aprendido; los demás ya no existen porque ya no son requeridos: ya nos ayudaron a delimitarnos, a definirnos y a localizarnos, por lo tanto, ya no nos son necesarios para ser nosotros. Al diablo con ellos, pues ya nos robaron mucho tiempo, mucho espacio y mucho esfuerzo. Así, uno se encierra en una burbuja opaca, en la que sólo tiene cabida aquello que aprendimos a apreciar antes de este momento.
Sin que nos demos cuenta, nos hallamos como estuvimos al principio de nuestra vida: en un universo vital muy pequeño, con muy pocos actores con quiénes relacionarnos, con muy pocos escenarios para desenvolvernos, y con una personalidad construida por la sociedad que choca con sus nuevos modelos comprobados. Así, nos percatamos de que el camino no termina donde nos detuvimos; nos asalta de nuevo la duda de si estuvimos en nuestro lugar adecuado y si fuimos quienes creímos ser. Entonces, se prende de nuevo la chispa y se vuelve a andar el camino para poder terminar lo que se empezó una vez.
Ésta es la tercera condicionante de la vida: guiar los pasos de la cuna a la tumba, nada más.
Gracias, Herman Hesse, por develar esta verdad que, si se le ve bien, no es tan cruel como se pudiera pensar, pues sólo así el hombre puede llegar a ser quien realmente es.
Para ser honesto, tengo un poco de resquemor de tocar esta condicionante de la vida, pues entiendo que para comprenderle plenamente se requiere de andar un camino que, por mi edad y mis circunstancias vivenciales, aún no he andado. Haré un esfuerzo, sin embargo.
Pongámonos imaginariamente en el otoño de nuestra vida. Para entonces, ya habremos jugado los dos juegos anteriores: el de darnos de topes con la sociedad por causa de nuestra mente y el de dárnoslos por causa de nuestro accionar. Tal vez los jugamos bien, tal vez los jugamos mal, pero, al final, esto es marginal. Lo que cuenta es que las cosas ya están hechas, que la vida ya ha sido vivida, y que lo futuro se asemeja más a una nada que a una posibilidad. Mientras que antes la rutina se hizo por costumbre, ahora la costumbre se hace por rutina. Se visten los mismos trapos porque ya sólo se piensa en vestirse con trapos, sin importar cuáles sean. Se toman los mismos vinos porque ya no se conocen los nuevos vinos. Se disfrutan los mismos placeres, se enarbolan las mismas virtudes y se practican los mismos vicios, porque los de hoy ya son de otro tiempo y ya no se tiene voluntad de expermientar de nuevo. En pocas palabras, uno se torna egocéntrico, en el sentido más puro del término, porque la vida, finalmente, se piensa sólo a partir de lo que uno ha tenido y aprendido; los demás ya no existen porque ya no son requeridos: ya nos ayudaron a delimitarnos, a definirnos y a localizarnos, por lo tanto, ya no nos son necesarios para ser nosotros. Al diablo con ellos, pues ya nos robaron mucho tiempo, mucho espacio y mucho esfuerzo. Así, uno se encierra en una burbuja opaca, en la que sólo tiene cabida aquello que aprendimos a apreciar antes de este momento.
Sin que nos demos cuenta, nos hallamos como estuvimos al principio de nuestra vida: en un universo vital muy pequeño, con muy pocos actores con quiénes relacionarnos, con muy pocos escenarios para desenvolvernos, y con una personalidad construida por la sociedad que choca con sus nuevos modelos comprobados. Así, nos percatamos de que el camino no termina donde nos detuvimos; nos asalta de nuevo la duda de si estuvimos en nuestro lugar adecuado y si fuimos quienes creímos ser. Entonces, se prende de nuevo la chispa y se vuelve a andar el camino para poder terminar lo que se empezó una vez.
Ésta es la tercera condicionante de la vida: guiar los pasos de la cuna a la tumba, nada más.
Gracias, Herman Hesse, por develar esta verdad que, si se le ve bien, no es tan cruel como se pudiera pensar, pues sólo así el hombre puede llegar a ser quien realmente es.
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