POBRECITO, MI CIGARRO
Pobrecito, mi cigarro,
un día te han de culpar
cuando al corazón cansado
se le duerma su compás.
Hace varios años que escuché por primera vez esa canción de Atahualpa Yupanqui. He de confesar que han sido pocas las canciones que me han calado hondo como esa milonga. Justo en este momento tengo en las manos ese tubito de papel lleno de tabaco, que me ha acompañado desde hace ya dieciséis años, y no puedo evitar tararear esa canción en su honor en esta noche fría en que estoy tan ávido de emociones.
Empecé a fumar a los trece años. Tomé el primer cigarro que me ofrecía un amigo por copiar a mi padre (todavía no entraba en esa etapa en que los padres dejan de ser "perfectos", por lo que pensaba que si mi padre lo hacía, no podía ser malo, aun cuando ya había oído varios argumentos demostrando lo contrario). Lo tomé con cierto recelo, y al dar la primera fumada tuve un acceso de tos tal que tuve que apoyarme en una pared para no perder el equilibrio por los espasmos. Eso hubiera bastado para que en mi vida hubiera querido fumar otra vez de no haber sido porque di la segunda fumada. ¡Dios mío, realmente fue la gloria! No fue maravilloso por ser algo que me estaba prohibido, tampoco fue maravilloso porque tenía el efecto de tranquilizar mi nerviosismo natural, y menos fue maravilloso porque en ese momento había roto con mi infancia; fue maravilloso por el sabor, por el cosquilleo que me produjo en la lengua, por el calor rico que sentía en la garganta, por el gusto que me dejaba en la boca, porque era, simple y llanamente, placer.
La única vez que me fue un placer vedado fue en la secundaria e incluso entonces me las arreglé para satisfacerlo. Había una parte del patio de recreo que quedaba fuera de la vista de los profesores, donde nos reuníamos varios a fumar. Contrario a algunos de los que me acompañaban, yo no lo hacía por mera "rebeldía", por jugar a ser rudo haciendo algo prohibido, sino porque, como realmente disfrutaba fumar, no entendía por qué me debía privar de ese mi placer. Claro, nos descubrieron, y entonces descubrí dos cosas: el valor del respeto a ciertas restricciones y la verdadera rebeldía. ¿Cómo descubrí la verdadera rebeldía? Después de haber purgado el castigo que me impusieron por fumar dentro de la escuela, al salir de la misma, acompañado por uno de los profesores que más aprecio me tenían y que me iba dando un discurso sobre los males del cigarro y sobre las bondades del respeto al orden, al estar ya fuera del estacionamiento del edificio le pregunté simplemente dónde terminaba la propiedad de la escuela. Cuando él marcó los límites, di un paso más fuera del lugar, me volví hacia él y, con la mayor naturalidad, encendí un cigarro. La carcajada que soltó me hizo entender que había aprendido bien lo que realmente debía aprender.
Sí, han pasado ya muchos años desde entonces, y el cigarro ha estado conmigo en todos ellos. Es curioso el aprecio que uno le puede tener a un objeto que, lo sé bien, a la larga me va a hacer mucho daño (igual le dicen al que bebe, igual le dicen al que fornica, igual le dicen al que hace deporte, e igual le dicen a todo el mundo). Y lo mejor es que soy lo bastante honesto como para no esconder el aprecio que le tengo.
Una vez, en una fiesta en casa de un amigo, donde yo no era el único fumador, me hallaba platicando con una persona cuando otra, que yo no conocía, se sentó junto a mí y, pocos segundos después, me dijo, algo groseramente: Oye, deberías respetar a los demás y no fumar cerca de los que no fumamos. Sé que le hubiera podido responder que yo estaba fumando desde antes que se sentara junto a mí, o que se lo dijera a todos los demás que hacían lo mismo, pero simplemente me volví hacia él (o ella, no recuerdo) y le dije, señalando el espacio entre los dos y sin el menor grado de molestia en la voz: La zona de no fumadores es de aquí para allá. Santo remedio, se levantó y se fue a otra parte donde había menos humo y yo pude seguir fumando.
También cómo olvidar las cosas que hemos pasado solos él y yo. La noche del día en que perdí a seres queridos, en esa desesperación que ni siquiera la guitarra me ayudaba a mitigar, de no haber sido por mi cigarro, no habría sabido cómo contener los gritos que querían escapárseme de la garganta. Las veces en que, sentado frente a la hoja de papel, no hallaba la manera de expresar lo que quería decir o de simplemente continuar un poema o un cuento que se habían vuelto trabajosos, y que en el simple movimiento mecánico de llevarme el cigarro a la boca me vino la suficiente tranquilidad para pensar las frases con calma. Las veces en que, simplemente caminando por esas calles de Dios, sintiendo el típico hastío del hombre común, cuando la vida parecía que ya no ofrecía casi nada, bastó con meter la mano al bolsillo para entender que incluso un poco de humo es suficiente para mantenerse en pie.
Sí, mi querido cigarro, un día te habrán de culpar cuando esté enfermo. Un día los otros te harán demonio, te echarán en cara todas las culpas que bien nos sabemos, pero yo no. El día que haya que irse, si alguien se atreve a decirme eso, yo sólo le responderé como hiciera Atahualpa Yupanqui: Bien haiga, mi cigarrito, hermano en mi soledad.
Y a lo largo de la vida,
fumar, fumar y pensar...
Trailará trailarara
trailará tralará.
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