martes, marzo 29, 2005

WOODY ALLEN, O CÓMO SER UN NEURÓTICO DISFUNCIONAL Y SEGUIR SIÉNDOLO CON AYUDA DE SU PSICOANALISTA
Hace diez o quince años (¿qué importa una diferencia de cinco años en retrospectiva, cuando ese tiempo está más muerto que los animales modernos disecados en los museos de historia natural?) vi por primera vez una película de Woody Allen en el entonces único canal cultural de la televisión mexicana, y aunque no le entendí un cacahuate, me pareció excelente. Es obvio que algo no estaba bien, porque es bien sabido que nada que pase por un canal cultural puede ser bueno, ya que ninguna marca conocida de champúes o papas fritas está dispuesta a patrocinar su transmisión; pero esa película sí que fue buena, aunque no entendí la mitad de los chistes, y la otra mitad no los capté por estar ocupado tratando de entender los que no había entendido. Dato curioso: en ese entonces era el típico mira películas que sólo se aprendía los nombres de las actrices cuyo recuerdo se pudiese llevar al baño al acabar la película; pero esa vez lo que me aprendí fue el nombre del director. (Aclaro que no me llevé su recuerdo al baño, afortunadamente, porque si lo hubiera hecho, habría tenido que acudir al psicoanalista para que me entablillase el sentido de estética elemental.)
Cuando meses después vi en la cartelera del periódico que iban a pasar otra película de Woody Allen por el mismo canal, me dije que la iba a ver si nada se me atravesaba en el camino. Lo patético del asunto es que, en efecto, nada se me atravesó. Así, me senté frente al televisor con una bolsa de mis papas fritas favoritas para disfrutar de la película a solas (literalmente, porque es bien sabido que cuando uno ve un canal cultural, ingresa en un club selecto con un único miembro). La fascinación (intelectual, he de aclarar, y moitamos los freaudianismos que, correctos o incorrectos, siempre nos dejan mal acostados en el diván del psicoanalista) que sentí por el director fue la misma que experimenté con la primera película, con la ventaja de que ahora sí entendí la mitad de los chistes. Posteriormente, y gracias a Woody Allen, tomé la costumbre de ver dos veces una película, para entender medio chiste a la primera y el otro medio a la segunda.
A partir de esa noche --mejor dicho, madrugada, porque es bien sabido que los programas y películas que requieren de mayor atención y claridad de mente del espectador deben transmitirse después de medianoche y jamás a mediodía, cuando nuestras atención y claridad están en su máximo nivel, so pena que se entiendan cabalmente la trama y el mensaje del autor, lo que atenta contra los intereses de la renta de vídeos--, me volví asiduo y ávido consumidor de un chaparro y neurótico judío neoyorquino. Sí, sé que esas cuatro palabras individualmente pueden ser consideradas como malas por algunos cuantos miles de millones de personas, pero Woody Allen se encarga de demostrar que en conjunto son aún peores y merecen un buen par de risas.
Allen es de los artistas que saben bien que una de las mejores maneras de entender la vida es cagándose de risa (Enrique Pinti dixit). No basta con denunciar lo absurda que suela ser la vida humana, hay que demostrarlo, y nada mejor que la risa para eso, aunque le pese a Aristóteles (quien, a mi ver, sí le enseñó un par de risas a Alejandro, porque si no, jamás hubiéramos tenido la anécdota del nudo gorgiano, que es una de las primeras escenas surrealistas de la historia).
Claro, yo quisiera hacer una análisis exhaustivo de la obra de Allen, pero, dejando de lado que sería muy engorroso, lo considero una labor fatua y redundante. Fatua, porque allí están las películas, al alcance de cualquiera que tenga un reproductor de vídeo; redundante, porque... porque... porque allí están las películas. Mejor, prefiero hablar de las escenas o planteamientos que me parecen pinceladas de oro en el mundo cinematográfico.
Primero que nada, hay que hablar de Zelig (mi película favorita de Allen) como un todo. La idea de un hombre físicamente camaleónico es una auténtica genialidad. Cualquiera que haya tomado un manual de sociología sabe que el ser humano es un ser socialmente camaleónico, es decir, modifica su personalidad para adaptarse a los distintos escenarios en que se desarrolla. Todos sabemos que nos comportamos de cierta manera con nuestra familia, de una manera distinta en el trabajo, y otra completamente distinta con nuestras amistades, y así ad infinitum. Pero en el caso de Zelig la mutación, o camuflaje, mejor dicho, es también físico: cuando está entre negros, se convierte en un negro; cuando está entre gordos, se convierte en un gordo, etc. Esto le permite dos cosas: una, pasar inadvertido (claro, porque todos sabemos que lo peor que nos puede pasar es estar rodeado de gente que se percate de que no somos iguales a ellos, porque entonces sí sabremos lo que es amar a dios en tierra de musulmanes); dos, poder ser parte de un grupo (claro, porque todos sabemos que nadie es alguien hasta que los demás le confieren el derecho de ser alguien). Sin embargo, la película cobra un aire más dramático (sí, porque a pesar de las risas que produce, toda la película es un drama, como todas las comedias de Allen lo son) cuando Zelig cae en manos de los psicoanalistas que, además de investigar su maravillosa capacidad de mutación, buscan curarle de la misma y convertirle en un ser humano común, o sea, alguien que siempre pasará inadvertido sin necesidad de camuflaje, y que será vapuleado cuando se le caiga el camuflaje, y que jamás pertenecerá a ningún grupo porque le hace falta el camuflaje, mismo que le hace no pertenecer realmente a ningún grupo porque lo que realmente es aceptado es su camuflaje. Y sí, doctor, yo tampoco entendí ni media palabra de lo que acabo de escribir.
Luego tenemos la excelente escena de Robó, Huyó y Lo Pescaron (Take the Money and Run) en que Allen, un ladrón de poca monta, encuentra un conocido suyo de la infancia en un puente y, entre anécdotas y puestas al día, le pide la cartera, el reloj y otros objetos de valor que su interlocutor le da amablemente, hasta que éste le comenta que es policía y le arresta sin más, sin que Allen siquiera se inmute por ello, terminando la escena cuando ambos van a la delegación todavía recordando su vieja amistad. Esto es surrealismo puro.
Continuemos con Todo lo que Quiso Saber sobre Sexo *Pero Temía Preguntar y la fabulosa escena de la oveja en el episodio dedicado a la zoofilia. Honestamente, ¿quién puede guardarse la carcajada al ver a la oveja, sobre la cama del cuarto del hotel, alumbrado a media luz, con su liguero y medias negras de seda? Caray, creo que la Chofis Loren no se veía tan sensual, sobre todo porque no tenía esas redondeces tan perfectas (bueno, sí las tenía, y su cabello era menos afelpado). Lo malo es que ahora no sé qué sentir cuando como una barbacoa.
Pasemos ahora a la fabulosa escena final de La Rosa Púrpura del Cairo, en la que el personaje de Mia Farrow sufre el castigo de todos los seres humanos. Cuando quieras vivir una vida de fantasía, prepárate, porque la vida se encargará de regresarte a la realidad. Digo, ella siempre supo que el hombre de la película era sólo un personaje ficticio, y sabía que lo que estaba viviendo con él era pura ficción, pero al final cree que podrá vivir esa vida fantasiosa con el actor en la vida real, y rechaza su vida real (que es tan vana que incluso yo hubiera optado por perderme un par de días en una fantasía) para terminar dándose de narices con que la vida sólo regala momentos de fantasía. Lo más triste es que su único desfogue, el cine, ya no le servirá jamás.
Finalmente, llego a la que yo considero una de las mejores escenas de la historia del cine, y me refiero a la final de Amor y Muerte (La Última Noche de Boris Gruschenko, para quienes vivieron en la época previa al DVD). El ver a Woody bailando y danzando junto a La Muerte en su último tránsito, me pareció lo mejor que se puede decir respecto a ese momento. A mi ver, lo mejor que se puede hacer al estar en ese trance es justamente eso: disfrutarlo. A algunos la vida nos trató de la fregada; a otros nos trató mejor; a otros nos trató a medios chiles; sea cual sea el caso, cuando ya se llegó a ese paso, como se dice vulgarmente, usted flojito y cooperando. Digo, a pesar de que sé que esta vida es (perdón por la palabra) una gran puta, he aprendido a amarla, y sé que me dolerá el dejarla tras mi muerte, pero cuando ésta se presente, también haré como Allen: le daré el mismo amor que le he dado a la Vida.
Bueno, lector, ¿para qué te quito más tu tiempo? Ve a tu tienda o local de renta de vídeos más cercana, apoltrónate en tu sofá y psicoanalízate a gusto con una película de Woody Allen. Créeme, tal vez dejes de ver a tu mamá flotando siempre sobre ti, fregándote en todas tus acciones; tal vez entiendas por qué es igual de meritorio hacer una revolución por las piernas de una mujer (no importa que no sea de Diane Keaton, un guiño es un guiño) que por toda una sociedad; tal vez entiendas por qué tu vida es tan absurdamente estúpida y aprendas a sufrirla sin problemas, y, lo más importante, tal vez te rías... de ti.