sábado, marzo 20, 2004

BAJO LA RUEDA SIDDHARTA HALLÓ AL LOBO ESTEPARIO

Quienes hayan leído El juego de los abalorios quizá concuerden conmigo en que es la obra cumbre de Herman Hesse. Para mí lo es, tanto por su grandiosidad propia como por resumir en ella el análisis de la vida que hizo en tres novelas anteriores. Estas tres novelas pilares son Bajo la rueda, Siddharta y El lobo estepario (cada una grande en sí misma), en las que Hesse analiza las tres principales condicionantes de la vida, que habrán de reunirse en la que, para mí, es su obra magna. Vayamos una por una.

1. Bajo la rueda
La condicionante que se presenta en esta novela la hemos vivido todos los seres humanos y consta de dos primicias: a) La lucha entre la personalidad propia y la impuesta y b) la lucha entre la percepción personal y la impuesta de las capacidades individuales.

En la realidad no existe una persona hecha por sí misma, pues absolutamente todos construimos nuestra personalidad a partir de las diferentes influencias sociales, desde la cuna materna hasta la tumba. Sin embargo, hay preferencias personales o gustos, ya sean innatos o por haber sido más inculcados durante la educación. Así, unos son proclives a ciertos vicios y a ciertas virtudes que otros desdeñan. Y no habría problema si no fuese porque la sociedad (esa creación humana de naturaleza imperfecta pero mentalidad perfeccionista) rara vez está satisfecha con la personalidad que contribuyó a construirnos, por lo que de continuo nos avasalla con modelos, presuntamente comprobados, del deber ser. Pongo un ejemplo.

Recuerdo claramente que al cursar la secundaria (y un poco en la preparatoria), los profesores de continuo nos hacían ver que un alumno que se mantenía atento, con ojos de tecolote desmañanado, y se aprendía de memoria la lección, era un buen estudiante; pero si un alumno discurría una conclusión distinta y cuestionaba la lección, era tachado de inmediato de preguntón a lo baboso y se le obligaba a aprenderse la lección de memoria. En cambio, al cursar la licenciatura, los profesores de continuo nos hacían ver que el alumno que discurría por sí mismo la lección y que se permitía cuestionarla, era un buen estudiante; pero si un alumno se aprendía de memoria la lección y no preguntaba, no tenía nada que hacer allí. ¡Y luego se preguntan los psicólogos por qué nos volvemos neuróticos!
(Nota bene: No todos mis profesores de secundaria, preparatoria y licenciatura fueron como los aquí expuestos. A los buenos, les pido perdón por la generalización metodológica, y a los malos, no se cuelguen un saco que les queda muy ancho.)

Este presunto (y probablemente falso) perfeccionismo de la sociedad nos obliga a relegar la personalidad que ya tenemos hecha, o al menos delineada, en aras de cumplir con los modelos que la sociedad tiene por correctos. Pero, con un carambas, carambinas, carambolas (es que mi madre ya no quiere que escriba tantos carajos), los modelos podrán ser muy buenos en abstracto, pero inoperantes en la práctica. Imagínese a mí, un individuo de estatura media, complexión delgada y falto de carnes salvo en la región abdominal (sí, parezco aceituna en palillo), con un tobillo chueco y el otro más, mucho más preocupado por mi hedonismo intelectual que por el sensorial y el corporal, guiándome por los parámetros del modelo esteticista que está en boga. Con un millón de caracolas y caracolitos, cuando quiero sudar como un marrano, voy a un sauna, y para que no se aflojen mis pocas carnes, me voy caminando al changarrito de la esquina a comprarme unos cigarros. Esto no implica que desprecie a los que gustan de encharcar las caminadoras de los gimnasios y que su plato fuerte en la comida es una ensalada de tres rabanitos sobre una hoja de lechuga (romanita, por cuestiones de fierro y demás), pues si esto les satisface, hacen bien en hacerlo. El quid es que nuestra personalidad puede chocar más de una vez y en más de un aspecto con las butipersonalidades que la sociedad nos quiere (y lo hace de hecho) imponer. Nuestro libre albedrío se ve como restringido a un mero "esto es lo correcto y pobre de ti si no lo haces", aunque en la realidad es "esto es lo que hemos dictaminado como correcto: tú decides si lo acatas o no, pero atente a las consecuencia de uno y de otro", o sea hacer lo ¿correcto? y aceptar lo que conlleva, o no hacer lo ¿correcto? y lo mismo. El personaje central de Bajo la rueda declaró su decisión de manera tajante y exageradamente drástica, y creo que es un poquitín mejor un tono medio, como se hace en El juego de los abalorios.

Seguro han leído u oído el dato de que los humanos sólo usamos el 10% de nuestra capacidad cerebral (que yo pongo en duda, pues las neurociencias aún están en una etapa de desarrollo insuficiente para aseverar tal cosa, además de que la potencialidad cerebral también responde a la especialización, más o menos como la física). Téngase esto presente.

Bueno, en lo personal, no creo que haya alguien que no sea consciente de su propia capacidad. Un flacucho (sí, como yo) es obvio que se sabe incapaz de cargar una carcasa de res a lomo, así que, a menos que haya un billete o una chamaca de por medio, ni remotamente le pasará por la mente intentarlo. A la par, todos sabemos cuánto estamos dispuestos a dar dentro de nuestras capacidades: los hay que dan mucho, medianamente bueno, medianamente malo, poco, y los que de plano lo bolsón no se les quita ni yendo a bailar a Chalma. Sin embargo, esto a la sociedad le importa un caray, caray, ya lo iba a escribir. La sociedad ya ha decidido, desde que aún nos columpiábamos en las ramas (o nadábamos en los mares, o acabábamos de ser barro cuajado, o cualesquiera teorías de nuestro origen que se le ocurran al lector), que debemos ser excelentes en todo lo que hagamos y gacha su calaca el que no lo haga. Esto quiere decir que estamos obligados a dar toda nuestra capacidad en todos nuestros actos, porque si no lo hacemos así, significa que somos unos mediocres, unos perdedores, unos bolsones buenos para nada que valemos un tatatiú, tatatiú, no lo voy a decir.

Esta potencialidad del ser humano es material y abstracta a la vez, es decir, real y presumida. La real, como ya dije, es tan notoria que uno mismo puede apreciarla, y la presumida es... pues eso: presumida. Recuerdo a una profesora de la preparatoria (con cariño, tanto emotivo como lúbrico) que había determinado que yo debía ser un alumno de puro diez, y me armó santo panchote el día en que opté por quedarme con un ocho y ahorrarme un examen, llegando incluso a amenazarme con reprobarme si no luchaba por el diez que estaba "obligado" a sacar. Yo sabía que sí hubiera sacado el diez pues dominaba el tema, pero, honestamente, ya había hecho mi esfuerzo en preparar una exposición con mis compañeros, ya había aprendido lo que quería aprender, y no quería demostrar que era el muchacho chicho de la película gacha y menos a través de un simple número de dos dígitos que ni siquiera aparecería en mi certificado de preparatoria; pero no, la señora --la sociedad-- ya había determinado --presumido-- mi capacidad, y no estaba dispuesta a aceptar ni un gramo menos del supuesto peso neto que me había calculado. ¿Dónde quedó mi valoración personal de mi esfuerzo? ¿Dónde quedó mi valoración personal de mi capacidad? ¿Dónde quedó mi sacrosanto derecho a la flojera de un día? Como siempre, relegados a lo que la sociedad dictamina. Pero lo cierto es que no todo el tiempo se requiere dar el 100%. A veces se puede dar un 50% y cumplir plenamente; a veces se requiere de un 80%, y cuando se requiere de un 300%, hay que darlo sin chistar. El quid es aprender a determinar el grado de capacidad que requiere cada situación para que nunca se falle y siempre se cumpla. Así, ¿realmente importa que exista un presunto 90% de capacidad cerebral aparentemente desperdiciado? No, y es probable que ese 90% se utilice para sacarle provecho al otro 10%.

Finalmente, el lector ya se habrá percatado de cuál es la condicionante a la que me he referido en todo este apartado: el conflicto entre el ser humano y la inevitable represión de la sociedad.

2. Siddharta
La segunda condicionante es más compleja y, a la vez, más sencilla.

Casi desde que nacemos, hay dos cuestiones que nos dominan en los diferentes estados de la vida: dudar de cuál es nuestro lugar en el mundo y de cuál es la finalidad de nuestra vida. Como son más marcadas en las etapas posteriores a la pubertad, me abocaré a las generalidades que se presentan en éstas. Empezaré por el principio de la primera.

Cuando uno sale de la infancia, junto al cambio físico y metabólico, se experimenta un cambio situacional que bien podría compararse con un segundo alumbramiento. Antes, el mundo era muy reducido, con muy pocos actores (la familia, los vecinos, los profesores y los amigos) y muy pocos escenarios (el hogar, el lugar de juegos, la escuela y otras casas), por lo que tanto las formas y los contenidos de la vida eran perfectamente comprensibles, igual que el papel que uno jugaba en ella, limitado a tan pocas opciones. Pero al entrar a la adolescencia aumentan considerablemente el número de actores con los que uno debe relacionarse y el número de escenarios en los que desenvolverse, provocando que no se sepa cómo se debe relacionar uno con todos ni cómo se debe comportar uno en todos, es decir, se pierde el suelo y no se tiene idea de qué terreno se está pisando. Así, uno no alcanza a definir con precisión cuál es el papel que se juega en los diferentes escenarios ni cuál es la posición en relación con otras personas, en pocas palabras, no se sabe qué ni quién se es, y se piensa que uno no es chicha ni limonada y que a lo mejor uno es tepache aunque todo pinta a que se es caldo de pollo. Por ejemplo, se puede ser el matasiete de la escuela, aplaudido por quienes le tienen miedo y repudiado por los que ni lo pelan pero que les dejó un ojo de cotorra sólo para que él pueda decir que es la chucha cuerera de la secundaria, mismo que se mea en los pantalones cuando el hermano mayor lo sobaja por ser un papanatas que saca puro seis, mismo que llora para sus adentros cuando su papá le llama maricón porque su timidez le impide ser franco con la chavilla que le llena los gustos, misma que está enamorada de él pero que anda con el matasiete de su escuela porque él sí tuvo el valor de hablarle, y líguense tantos dramas juveniles como le dicten la vida y la literatura.

Obviamente, al no saber qué se es, no se puede tener una idea de quién se es. Sería muy fácil definirnos como animales, o seres pluricelulares, u organismos complejos de estructuras proteínicas de base carbónica (no sé si lo haya dicho correctamente, pero sonó bien chiroliro, así que lo dejo). Desgraciadamente, la cosa no es tan fácil. Como dijera Quino, a los humanos nos tocó el estúpido papel de ser animales "superiores" (aunque la changa se diga homo sapiens sapiens, changa se queda), y así, uno tiene que definirse de acuerdo a conceptos que tienen muy poco que ver con lo biológico, pues la misma sociedad nos antepone el qué al quién en nuestra tarjeta de presentación: licenciado fulano de tal, arquitecta sutanita o carpintero perenganito y el Negro José (lo siento, pero es que me late un chorro y dos montones esa canción). Honestamente, cuesta uno y la mitad del otro identificarnos un papel real (que no nuestro justo papel; eso va más adelante, pero despacio que llevo prisa), ya que el abanico de opciones es tan grande que se termina adoptando dos o más al unísono. Así, nuestra tarjeta de presentación se vuelve un chorizo más o menos así: El señor médico director de la subespecialidad de obstetricia del departamento de ginecología del hospital central de la moderna ciudad capital del céntrico país subdesarrollado del cuarto continente del tercer planeta del sistema solar de la Vía Láctea (y el que quiera que le apunte hasta el universo puede irse derechito a Andrómeda) que gusta de tocar la guitarra rítmica en un conjunto de rock sesentero los sábados en que no acude a tomar clases de tru-trú con su esposa con la que lleva veinte años de casado y procreó tres hijas que le salieron bastante buenas... para la escuela, cabe aclarar. Sin embargo, es más que probable que el señor médico director de patatín patatán con las hijas tan buenas... para los deportes, cabe aclarar, siga sin tener la más mínima idea de quién es, porque a lo mejor su justo papel en la vida no era ser el señor médico pinpan pun zas con esas hijas buenísimas... ahora sí en lo que se pensaba, cabe aclarar, y quizás su función en la vida era ser vendedor de chicharrones en los partidos de fútbol de la escuela de esas hijas tan buenas. (¿A poco creían que les iba a omitir?)

Para poder definir qué se es, el hombre necesita contestarse una pregunta muy simple pero de difícil respuesta: ¿soy útil en lo que estoy haciendo? Retomemos a nuestro amigo de las tres hijas que ya saben cómo están. Dejemos de lado los papeles de esposo (que no lo desempeña tan mal, porque eso de hacer tru-trú, pues...) y de progenitor (que ya sabemos que lo desempeñó muy bien por como están las hijas) y tomemos sólo su papel de médico. Creo que es indudable lo útil que es la profesión médica, y nuestro amigo no ha de ser tan malo como médico donde ya es director de un departamento en un hospital, así que podemos asumir que es útil tal como se entiende el término. Pero es posible que él no piense igual. A lo mejor él siente que su capacidad para diagnosticar y aplicar tratamientos es menor de la que nosotros le imputamos y, aun cuando sea una eminencia, siente que no está siendo tan útil como lo sería vendiendo chicharrones en los partidos de ya saben quiénes.

Así, huelga decirlo, la segunda condicionante de la vida es identificar qué se es realmente, para poder acceder al conocimiento de quién se es.

3. El lobo estepario
Para ser honesto, tengo un poco de resquemor de tocar esta condicionante de la vida, pues entiendo que para comprenderle plenamente se requiere de andar un camino que, por mi edad y mis circunstancias vivenciales, aún no he andado. Haré un esfuerzo, sin embargo.

Pongámonos imaginariamente en el otoño de nuestra vida. Para entonces, ya habremos jugado los dos juegos anteriores: el de darnos de topes con la sociedad por causa de nuestra mente y el de dárnoslos por causa de nuestro accionar. Tal vez los jugamos bien, tal vez los jugamos mal, pero, al final, esto es marginal. Lo que cuenta es que las cosas ya están hechas, que la vida ya ha sido vivida, y que lo futuro se asemeja más a una nada que a una posibilidad. Mientras que antes la rutina se hizo por costumbre, ahora la costumbre se hace por rutina. Se visten los mismos trapos porque ya sólo se piensa en vestirse con trapos, sin importar cuáles sean. Se toman los mismos vinos porque ya no se conocen los nuevos vinos. Se disfrutan los mismos placeres, se enarbolan las mismas virtudes y se practican los mismos vicios, porque los de hoy ya son de otro tiempo y ya no se tiene voluntad de expermientar de nuevo. En pocas palabras, uno se torna egocéntrico, en el sentido más puro del término, porque la vida, finalmente, se piensa sólo a partir de lo que uno ha tenido y aprendido; los demás ya no existen porque ya no son requeridos: ya nos ayudaron a delimitarnos, a definirnos y a localizarnos, por lo tanto, ya no nos son necesarios para ser nosotros. Al diablo con ellos, pues ya nos robaron mucho tiempo, mucho espacio y mucho esfuerzo. Así, uno se encierra en una burbuja opaca, en la que sólo tiene cabida aquello que aprendimos a apreciar antes de este momento.

Sin que nos demos cuenta, nos hallamos como estuvimos al principio de nuestra vida: en un universo vital muy pequeño, con muy pocos actores con quiénes relacionarnos, con muy pocos escenarios para desenvolvernos, y con una personalidad construida por la sociedad que choca con sus nuevos modelos comprobados. Así, nos percatamos de que el camino no termina donde nos detuvimos; nos asalta de nuevo la duda de si estuvimos en nuestro lugar adecuado y si fuimos quienes creímos ser. Entonces, se prende de nuevo la chispa y se vuelve a andar el camino para poder terminar lo que se empezó una vez.

Ésta es la tercera condicionante de la vida: guiar los pasos de la cuna a la tumba, nada más.

Gracias, Herman Hesse, por develar esta verdad que, si se le ve bien, no es tan cruel como se pudiera pensar, pues sólo así el hombre puede llegar a ser quien realmente es.

jueves, marzo 11, 2004

ELEGÍA POR ESPAÑA (y por mi México, Israel, Palestina, Estados Unidos, Irak, Colombia, etc, etc, etc.)
Yo acuso

No preguntes por quién doblan las campanas,
están doblando por ti
John Donne

No es una pena, es un gran dolor tener que escribir por la razón que hoy escribo. La aberración que se ha cometido contra el pueblo de España --al que, desgraciadamente, sólo puedo unirme en su dolor-- es una bofetada en el rostro de la humanidad. Aun cuando para mí España sea solamente mi adorado León Felipe, el Quijote y mi eterno Bécquer, el humano, el hombre que soy no puede menos que sentirse indignado por esta masacre de inocentes. Pocas veces he sentido los versos de John Donne como los siento hoy. Lo acontecido sobrepasa el grado de lo criminal: es una aberración contra la raza humana y sólo lo puedo calificar como una hijeputez. Los que lo perpetraron no merecen haber sido humanos; estos son unos meros hijos de puta que Dios, cualquiera que sea el nombre que se le dé, los tenga por toda la eternidad devorados por el mayor fuego de la gehenna.

No se me pidan actitudes políticamente correctas ni estupideces por el estilo. Las personas que fueron muertas y las que fueron heridas eran trabajadores, profesores, estudiantes... gente común como quien esto escribe y, lo que es más aberrante, como los estúpidos que les mataron. ¿Hay justificación? Ninguna. Nada de lo que puedan decir esos falsos guerreros, que más bien son cobardes, podrá justificar esta sangre. Yo les acuso de crímenes contra la humanidad. Yo les acuso de crímenes contra la divinidad. Yo les acuso de crímenes contra todo lo que es correcto y contra todo lo que es sagrado.

Perdóname, pueblo de España, el exabrupto en esta tu hora de luto que también es mío, pero sé que entenderás el dolor y la indignación. Sé que de muy poco te servirán las palabras de este mexicano para sanar las heridas que te han lacerado en la piel. Pero conozco al pueblo de España y sé que cicatrizará sus heridas con el valor y la entereza de manchegos, vascos, catalanes, gallegos, extremeños y demás que tan bien les conocemos. Pero, ojo, que las cicatrices no se hagan olvido, ni en España ni en la humanidad.

Dios mío, ¿cuándo nos harás libres de la estupidez de quienes no te entienden?