EL ANTRÓPOLOGO INOCENTE, O LOS PROBLEMILLAS DURANTE EL TRABAJO DE CAMPO
Si el lector no ha tenido la oportunidad de leer El antropólogo inocente, de Nigel Barley, le invito encarecidamente a que lo haga. En este libro, el autor --un antropólogo que había dedicado su carrera enteramente al trabajo de gabinete-- relata algunas situaciones chuscas que le acontecen durante su primer trabajo de campo. Junto con aprender cuanto método casero existe para determinar la frescura de un huevo de gallina (que, a fin de cuentas, sólo se sabe cuando uno rompe el cascarón) y padecer una hepatitis contraída a causa de una extracción molar practicada por un mecánico, Barley relata un aspecto poco conocido de la labor antropológica: lo que le sucede a uno en un ambiente que le es ajeno.
Cuando recién comenzaba mis estudios en la facultad de antropología social de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, sita en la Ciudad de México, no dejaba de asombrarme que las etnografías hicieran parecer tan fácil la recabación de datos. Había momentos en que tenía la impresión de que el trabajo de campo era casi como un viaje turístico, sólo que un poco más largo. Pero, ¡oh, inocente de mí! El trabajo de campo, en realidad, es una pesadilla para todo aquel que piense que para conocer una cultura, se debe hacer desde una suite en el hotel Ritz más cercano. Aún no había leído el libro de Barley cuando me tocó hacer mi primera práctica de campo --aunque no hubiera sido muy distinta de haberlo leído antes--, y cuando finalmente lo hice para redactarle un ensayo de fin de curso a una compañera que repetía una materia, lo leí con una nostalgia que contrastaba con las carcajadas que me provocaba en pleno transporte público.
Haciendo memoria, recuerdo cómo envidiaba a mis conocidos de la licenciatura de arqueología, que tenían prácticas de campo desde el tercer semestre, mientras que yo tendría que esperar al quinto para poder hacer eso que anhelaba tanto. Si hubiera sabido entonces lo que me sucedería, tal vez hubiera aceptado mi cambio a la licenciatura de historia, en la que sólo tendría que lidiar con el problema de los hongos --nada que un buen jabón de yodo no pudiese remediar--. Pero, quizá imbuido por el ambiente indigenista que se respiraba entonces en la escuela --era el momento en que el movimiento neozapatista estaba en su apogeo--, yo estaba ansioso de dejar la comodidad de mi casa en el área metropolitana para adentrarme en las profunidades del mundo rural. Con todo, yo ya conocía la vida en campo pues, a causa de una deficiencia pulmonar, en mi infancia y parte de mi adolescencia pasé las vacaciones de verano y de invierno en el pueblo de mi abuela, en las faldas del volcán Popocatépetl. Claro está que olvidaba que no es lo mismo visitar el campo siendo un niño urbano que siendo un joven urbano.
En esa primera práctica, íbamos el profesor y tres alumnos --otros dos nos alcanzaron en el lugar--, con la intención de investigar la música náhuatl en poblados cercanos al cráter del Popocatépetl. Llegamos al poblado con la mejor disposición de ánimo para obtener nuestra estrellita en la frente, sólo para encontrarnos que en el pueblo al que habíamos llegado --y donde tendríamos el campamento base--, hacía más de treinta años que nadie hablaba náhuatl ni quería seguir siendo visto como indígena. Claro, esto no era un problema, ya que podíamos hacer un estudio comparativo de la música ladina con la indígena de otros poblados en las cercanías. El problema fue que llegamos en el mejor momento posible: durante un momento de problemas políticos en el pueblo.
El presidente municipal había dejado su puesto (tal cual; no había dimitido, había dejado el pueblo con todo el dinero del presupuesto), por lo que mientras se consultaba con las autoridades estatales el trámite a seguir, ocupaba sus funciones un sujeto que la mitad del pueblo no aceptaba, ya que era miembro activo de un partido que no había ganado las elecciones. Sin saber esto, preguntamos por él, con la excelente suerte de hacerlo justo en la mitad que no aceptaba al fulano. Como si las respuestas de que él no era el presidente municipal o las negativas a darnos su dirección no fueran suficientes para darnos a entender la problemática del lugar, unos tipos, que tomaban una cerveza en la acera contraria a una tienda de abarrotes donde preguntamos por la autoridad, nos lanzaron una pequeña piedra que me hizo agradecer que no fueran tan ciertos los rumores sobre la proverbial puntería rural. Pero, claro, esto no iba a desanimar a unos animosos aspirantes de antropólogos y a un profesor veterano de cuatrocientos pueblos.
La cosa no iba mal, por lo que los tres alumnos que nos hallábamos allí al momento, nos dimos una vuelta por los alrededores, tomándonos lo que considerábamos un merecido descanso. Nos habíamos sentado en un terreno detrás de la escuela local, donde platicábamos anécdotas de la escuela más que otra cosa, cuando se nos acercó un tipo, cuyo aliento hubiera sido detectado por el alcoholímetro a tres cuadras de distancia. Como nos habíamos acostumbrado a ser los changuitos de exhibición del lugar, preparábamos las respuestas que dábamos siempre a las preguntas que nos hacían todo el tiempo. Pero, claro, a uno siempre le saca de onda que alguien se presente con uno diciéndole "No anden diciendo que somos güeyes", y claro, uno siente que ya es hora de hacer las maletas cuando por segunda frase le dicen "¿Se acuerdan de Canoa?" (Para quienes no lo sepan, San Miguel Canoa es un poblado del estado de Puebla que se hizo famoso porque allí lincharon a unos trabajadores de la universidad estatal, que se hallaban de paso para escalar La Malinche. ) A pesar de que ya nos imaginábamos como los personajes centrales de una nueva película de Felipe Cazáls, cuyo título sería Ustedes no aprenden, ¿verdad?, preferimos quedarnos en nuestro sitio y, tras darnos una perorata que tenía tanta coherencia como una telenovela gringa, el fulano se autoproclamó nuestro guardaespaldas por todo el tiempo que estuviésemos en su pueblo.
Al regresar al campamento base, preferimos dar un rodeo bastante largo para evitar que nuestro guardaespaldas cumpliera con su palabra. Cuando subíamos por el camino principal, a unos treinta metros de nosotros venía una familia en dirección contraria, con un pollino delante de ellos. El pollino, que no venía sujeto por cuerda alguna, de repente se soltó a trote, justo en nuestra dirección. Como es bien sabido, el trote de un pollino no es precisamente el más rápido del mundo, pero cuando determinamos que estábamos inevitablemente en su trayectoria, uno de mis compañeros pegó un brinco de casi dos metros hacia una cuneta en el camino y el otro --cómo me encanta tener amigos que confían en mí-- decidió que el lugar más seguro era detrás mío. Contrario a mis compañeros, yo sabía que el burrito detendría su carrera en cuanto se topara conmigo, por lo que cuando tuve su hocico casi pegado a mi cara, no dudé en acariciarle el cuello, para detenerlo mientras llegaba su dueño, que venía a una carrera aún más lenta que la del animalito. Mi compañero a mis espaldas me dijo que tuviera cuidado, que me iba a morder, y yo le respondí que me daba más miedo que me pegara con el cascabelito que colgaba del moño rojo que tenía atado a medio cuello. Conclusión: el dueño nos invitó a la comida en que celebrarían la bendición de su pollino, a la que preferí no ir, para evitar los chistes que, seguro, harían con el campeón de atletismo y el señor todo valor que me acompañarían.
Como es bien sabido, un artículo imprescindible en el equipo de un antropólogo es la linterna sorda, y yo fui el único de mis compañeros que tuvo el acierto de llevar una consigo. Dado que dormíamos en el salón principal de la presidencia municipal, que no era utilizado al momento por las razones ya comentadas, la luz se apagaba a la hora que el profesor se dormía, y nosotros, que aún no sabíamos cómo hacer correctamente el diario de campo, teníamos que dejarlo a medias, hasta que a un compañero se le ocurrió la idea de usar mi linterna como lámpara de tocador. No puse objeción a ello, con la condición de que coperáramos todos para comprar las pilas. La otra función que tenía mi linterna era de alumbrarnos el camino cuando íbamos al patio detrás de la presidencia a hacer nuestras necesidades fisiológicas, donde cada uno había escogido un área particular, para evitar "accidentes" cuando uno tuviera una urgencia a media noche. Tontamente, se nos olvidó comentar esto a los compañeros que llegaron días después, para que también delimitaran su zona. Y una noche, uno de los que estábamos antes tuvo que pararse de madrugada para visitar el patio. Se llevó mi linterna con él, que ahora ya no alumbraba a tres escribanos sino a cinco, y antes de cruzar la puerta de acceso al patio, las pilas se declararon oficialmente agotadas. Huelga decir que nos despertó cuando, furioso, le reprochó a los recién llegados por el regalito que ahora adornaba su zapato.
Justamente el ir al baño puede ser la causa de que alguien decida dejar inconclusa la carrera de antropología social. En una práctica posterior --y la primera que hice solo--, me quedaba a dormir en un cuarto de la recién construida escuela de música del poblado que había ido a investigar. Todos recordarán cuán agradables son a la vista y al olfato los sanitarios de una escuela pública --y algunas de paga también--, bueno, ahora apliquen eso a una letrina pública que nadie está obligado a limpiar. La primera vez que tuve que entrar al cuartucho ése, andaba un poco apurado porque no había podido hacer mis necesidades en el trayecto, que fue bastante largo, y ya tenía los retortijones propios de alguien que no ha defecado en más de veinticuatro horas; pero fue tal el impacto que me produjo, que de inmediato se me quitaron las ganas. Claro, el defecar es indispensable, y como no estaba seguro de que en el consultorio rural del poblado tuvieran el instrumental necesario para tratar una apendicitis rayando en peritonitis, tuve que entrar en dicha cámara de horrores. Conclusión: me hice afecto a unas conocidas pastillas de bismuto para poder espaciar lo más posible mis visitas al insalubre sanitario.
Por cierto, si usted cree que un antropólogo lleva siempre consigo una botella de agua porque es una bebida sana, está usted equivocado. La botella de agua le sirve para lavarse la cara y los sobacos durante todo el tiempo que está en campo. Bueno, usted dirá que una cubeta de agua no se le niega a nadie, pero créame que cuando el pozo más cercano se encuentra a una hora de camino en burro, que por lo general son niños y mujeres --oh, los benditos tabúes-- quienes recogen el agua, y que usted por lo regular estará en otra parte del pueblo buscando un informante, su aseo personal se reducirá a un poco de la botella de agua por las mañanas. Claro, uno siempre se puede dar un día para poder bañarse como dios manda; pero cuando el baño tiene que hacerse en un río, a mitad de la sierra y en pleno mes de diciembre, créame, siempre será mejor la botella de agua.
También hay muchas situaciones confortantes. Por ejemplo, cuando uno está presenciando un ritual, de esos que piensa que podría venderlos a National Geographic. Pero, por favor, preséncielo cuando sea la fecha del rito; nunca deje que le monten uno ex profeso, porque le puede suceder una de las siguientes:
a) Que el principal brujo, chamán, o médico tradicional diga que los dioses, santos o espíritus le han dicho que el extranjero les va a ayudar para vender la cosecha, construir la carretera o hacer el tendido de los cables de luz que tanto necesitan.
b) Que el ritual requiere que se compre esto, que se compre lo otro, que la ofrenda requiere de esto, que los músicos quieren más dinero porque perdieron un día de trabajo en su parcela, y que todo lo tiene que pagar usted al momento, porque "con la Santa Rosa no se puede jugar".
c) Que el marido de una de las mujeres que ha de beber el té de Santa Rosa (vulgo marihuana) prefiera beber mezcal en su casa, y que justo en el momento más álgido de la danza de invocación de los espíritus, el susodicho marido llegue, pistola en mano, exigiendo que la mujer vaya a cumplir con sus deberes de esposa. Después de todo, ¿por qué ha de enojarse la Santa Rosa, si no es su fecha?
d) Que se vea obligado a quitarse la etiqueta de antropólogo de la frente y ponerse la de turisgüey, porque ni es así como se practica el rito, ni se practica dicho rito en el pueblo.
Claro, si uno está en el lugar adecuado en el momento adecuado, puede tener una experiencia que nunca olvidará. En una Semana Santa, me hallaba haciendo una investigación sobre la música religiosa en un pueblo popoloca. El Viernes Santo, acompañaba la procesión al Calvario, que es una ermita en las afueras del poblado y se abre únicamente en esa fecha. Este lugar era un rectángulo de 10x8x3, hecho de ladrillo y mortero, sin mayor adorno que una amplia tela negra que cubría por completo la pared del fondo. Allí, el rezandero narró el pasaje final de la Pasión, y cuando dijo "Todos hincados, que el Señor ha muerto", se empezó a hacer ruido con matracas (cajas de madera con una manivela interior que choca contra sus paredes al agitarlas), tambores y tarolas. El ruido subió de volumen paulatinamente, y cuando ya era realmente ensordecedor, al mismo tiempo callaron todos los instrumentos, y de inmediato cayó el paño negro del fondo, dejando al descubierto un enorme crucifijo burdamente tallado. Yo, que no soy creyente de esa religión, he de aceptar que me sentí abrumado por el evento, y entendí cabalmente el fervor religioso de esa gente.
Porque, a final de cuentas, de eso se trata la antropología: de entender cabalmente a la gente. Se dice que los viajes ilustran, y es enteramente cierto --aun cuando lo único que se aprenda es cuántos llaveros distintos de Mickey Mouse puede haber en una tienda de Disneylandia--; pero uno no puede conocer a la gente hasta que ha convivido realmente con ella. A pesar de todas las penurias que me ha tocado pasar en mis días en campo, siempre estoy dispuesto a tomar mi mochila e ir a conocer una forma de música que, quizá, ya no exista cuando regrese a mi casa. Haberme bañado en un río cuyas aguas estaban cuasi heladas no me resulta tan desagradable cuando recuerdo que, a cambio, pude conocer a un par de niñas otomíes, una de cinco años y la otra de tres, que no hablaban media palabra de español --ni yo media de otomí--, que no dejaron de jugar conmigo mientras yo entrevistaba a sus padres, y que no dejaron de decirme adiós con sus manitas hasta que me perdí en una vuelta del camino. Tener que hacer mis necesidades fisiológicas en una letrina inmunda fue un precio bien pagado para que, a cambio, me enseñaran los secretos del conquián, juego de cartas al que me he aficionado tremendamente. Y tener que soportar que alguien me espante recordándome lo sucedido en el pueblo de Canoa no es tan malo, si al darme la vuelta descubro que sigo siendo el mismo hombre que era al llegar pero, carajo, con una visión del mundo tan ampliada.
Eso sí, lo reconozco, lo mejor del trabajo de campo es regresar finalmente al ambiente al que uno está acostumbrado, prepararse un café con la mezcla que a uno le gusta, sentarse a la computadora para pasar en limpio las notas, y descubrir que "te olvidaste de hacer todas las preguntas importantes" (Barley, p. 234).